Caperucita y el Polvo Feroz

Lo que empieza mal, termina mal. No podía dejar de escuchar en su cabeza la voz de su madre repitiendo esa expresión una y otra vez. Lo que empieza mal, termina mal. Una y otra vez. Lo que empieza mal, termina mal. Una y otra vez. Lo que empieza mal, termina mal.

El sentimiento de culpa no le había permitido pegar el ojo en toda la noche, sentía que había cometido la mayor traición que puede cometerse, la auto traición. Se había vuelto su mismo verdugo, y lo peor es que había matado a la mejor versión de ella misma, de Caperuza Rodríguez Copete, “Caperucita”, como le decían desde niña. Ahora sólo quedaba lo peor de ella, era un desecho, una menudencia humana. Su único consuelo –paradójicamente- era su sentimiento de culpa, el hecho de saber que en su cabeza había espacio aun para la vergüenza era un indicio de que no todo estaba muerto. Ese sentimiento de culpa sería su bastón, y se aferraría a él aun sabiendo que se agarraba a un clavo ardiendo y enclenque.

Eran ya las 4:04 AM del domingo 31 de junio, y hacía algo más de tres horas había salido por la ventana de la habitación de la casa de la abuela de Caperuza, donde ésta dormía, Aroldo Peñate Cuevas, “el Lobo”, luego de haber tenido sexo con ella por cerca de una hora. Antes de salir por la ventana, Caperuza le dijo con voz serena pero firme que jamás volverían a verse, le dijo que su relación, si pudiera llamársele así, había llegado a su fin. Al escuchar esto, el Lobo, sentado en la ventana con una pierna afuera y la otra adentro, se detuvo un segundo y sin decir nada continuó con su huida.

La angustia que sentía Caperucita no se debía al hecho de haber tenido sexo con el Lobo, ya eso a los 14 años no debía ser motivo de misterio alguno, según ella misma decía a sus amigas. Su congoja se debía al hecho de que había tenido sexo pese a no querer hacerlo, había accedido a todo lo que el Lobo le había pedido sin protesta y de buena gana, aunque en su interior no lo quisiese. “Las putas por lo menos lo hacen por dinero, a mí nadie me obligó” decía en voz alta con la almohada pequeña de seda blanca pegada en su cara para que nadie la escuchara.

5:17 AM. Caperuza seguía despierta. Vio su teléfono celular iluminarse y vibrar. Era un mensaje del Lobo. “Jamás podrás dejarme perra” escribió, y a continuación le envió una foto de los dos teniendo sexo en un mensaje posterior. Pareciera que los mensajes la hubieran hecho reaccionar, y una vez los hubo leído los eliminó, y procedió a cambiarse; había dormido encuera. Se puso su camiseta blanca sin mangas y con cuello en forma de u, su falda y sus sandalias. Buscó por unos minutos su ropa interior, hasta que suspendió la búsqueda luego de recordar la primera vez que tuvo sexo con el Lobo, cuando le prometió que le regalaría las bragas que tuviera puestas cada vez que tuvieran sexo. No buscó más. Salió de la casa de su abuela con los ojos hinchados, meditabunda y sin interiores.

Para llegar a su casa desde la casa de su abuela debía atravesar el parque rectangular del conjunto residencial en dirección norte sur. El Conjunto Residencial “el Bosque”, donde había vivido desde que tenía uso de razón, era un conjunto de edificios de tres pisos de alto con dos apartamentos por piso, construido en los años ochenta. Cuando llegó hasta su casa abrió la puerta, que no tenía seguro, y se dirigió hasta su cuarto aprovechando que sus padres no se habían despertado aún.

Con la misma ropa que tenía, y aún sin calzones, se metió en su cama. Con la excusa de que era el último día de vacaciones, logró quedarse metida en su cama sin salir de su cuarto durante todo el día y toda la noche sin levantar sospecha. Acostada en su cama, arropada con su sobrecama rosado pensaba en la posibilidad de suicidarse. Con una buena dosis de drama y patetismo se repetía mentalmente que sólo duraría un segundo liberarse de ese tormento, luego del cual todo sería perfecto. Bajo los efectos de la explosiva combinación de depresión y melodrama escribió su carta de despedida, en la cual explicaba los motivos que la habían llevado a tomar la decisión de acabar con su vida, incluyendo las razones por las cuales consideraba que el suicidio era la mejor alternativa aun para sus padres, a quienes liberaba de tener que padecer el sufrimiento de ver a su única hija expuesta al mundo mientras tenía sexo con el Lobo. Su método de suicidio sería tomar todas las pastillas del frasco de tranquilizantes de su madre y dejarse ahogar en la tina de baño de su cuarto; de esa manera sus padres no tendrían que encontrarla cubierta de sangre o ahorcada, como hubiera ocurrido en las demás alternativas de suicidio que alcanzó a contemplar.

Lo haría al día siguiente, al regreso de su primer día de clases luego de unas largas vacaciones. Se aseguró de guardar su carta en el mismo lugar donde guardaba las cartas que el Lobo le mandaba, en las cuales éste le expresaba su amor en una mezcla de amenazas y agresividad. Debajo del televisor que nunca prendía.

 Al día siguiente, con la misma decisión con la que se había acostado, Caperuza se levantó como rutinariamente lo hacía, desayunó con sus padres, y se fue al colegio a lo que sería su primer y último día. A su madre le extrañó la actitud amable y comunicativa que tenía su Caperucita ese día. No era normal en ella. Su día en el colegio transcurrió bajo cierta normalidad. De hecho, había sido un día más feliz de lo que normalmente eran, fue la conclusión que sacó Caperuza durante el camino de regreso a casa, aunque esto no había afectado para nada su decisión.

Apenas llegó del colegio a su casa, con una extraña exaltación que no podía catalogar como buena o mala, subió las escaleras y entró a su habitación. “No puede ser”, el grito rompió el silencio imperante y se oyó en todo el Bosque. Al entrar a su cuarto había encontrado el frasco de tranquilizantes tirado vacío en el suelo, su carta arrugada al lado, la puerta de su baño abierta, y en su cabeza solo podía escuchar la voz de su madre repetir una y otra vez: lo que empieza mal, termina mal. Lo que empieza mal, termina mal. Lo que empieza mal, termina mal.

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