El dolor en la boca del estómago, como llaman a los dolores en la zona ubicada justo debajo del esternón, había logrado finalmente despertarlo más temprano que de costumbre. La tenue y grisácea luz que se filtraba a través de la persiana de su habitación le hizo caer en la cuenta de que en realidad era más temprano de lo que había imaginado. Quería seguir durmiendo, pero el sueño había sido reemplazado por ese extraño dolor que intermitente pero sistemáticamente le mortificaba.
Era domingo, y como de costumbre, no tenía nada que hacer; hacía varios años que había dejado de asistir a la misa dominical, que por tantos años había frecuentado de muy buena gana. Desde hacía un tiempo se había convencido de que Dios únicamente intervenía en la vida mundana para contribuir a realizar cambios realmente significativos, como iniciar una guerra mundial, hacer brotar una epidemia, o realizar una gran invención con potencialidad de cambiar la vida de toda la población. Como estaba seguro de que no estaba llamado a hacer parte de momento trascendental alguno, pensaba que era mejor no Molestarlo, y literalmente dejar los santos quietos.
El dolor continuaba, iba y volvía, intermitentemente. Pensó que comer algo le haría bien. No había pasado una hora desde que había despertado, y ya estaba bañado y cambiando. El único lugar donde podría desayunar a esa hora era el viejo café de la Calle Copenhague, en donde podría tomarse un café recién preparado y un pan de queso recalentado. Justo antes de salir de su casa, una casona blanca de estilo republicano ubicada en la Carrera 8 con Calle 45, vio a través de la ventana rectangular ubicada al lado derecho de la puerta, a un hombre agachado de espaldas acariciando a un perro que se había tumbado en el antiguo jardín, cuya raza no pudo divisar. No pudo ignorar el hecho de que el perro estaba echado en el preciso lugar donde su madre cultivaba las rosas blancas, que en sus últimos días de vida se habían convertido en su única preocupación.
Pensó que sería mejor esperar a que los visitantes se marcharan para salir y evitar así cualquier interacción no deseada, pero el dolor en su estómago le hizo recapacitar. La mezcla de hambre y dolor le ayudó a abrir la puerta grande y descolorida, y salir de la casona sin levantar siquiera la mirada, simulando no haberse percatado de que unos extraños habían invadido su propiedad. Mientras atravesaba el jardín con paso acelerado y la cabeza gacha, el viejo, dueño del perro, levantó la mirada y con una voz que le sonó familiar dijo algo que no pudo entender. Solo esperaba que al volver no estuvieran allí.
“El Checo”, como llamaban en el barrio al dueño del Café Copenhague, y quien lo conocía desde que era apenas un párvulo, le preparó un desayuno especial con café, huevos y pan recién preparado, que tuvo en él un efecto milagroso. El dolor se había esfumado.
No había notado cuán desgastada estaba su casa. Desde la esquina izquierda de la casona pudo advertir que su visitante se había marchado; frente a lo cual no pudo contener una sonrisa liberadora, que muy rápidamente desencadenó una carcajada idiota. Se sentía extraño riendo, pero no podía evitarlo. Al pasar la verja de la casa que daba paso al jardín, se topó de frente con el perro que había estado sentado sobre el recuerdo de su madre, y que ahora se había echado ante la puerta grande y descolorida.
Al verlo de frente pudo notar que no era un perro, no era tampoco un animal que hubiera visto antes. No tuvo que esperar mucho, sabía lo que era, o eso creía. Evocó aquellos libros antiguos con olor a rosas disecadas escritos en griego que su abuela Danae le regalaba cada año, y que tenía que leer con el diccionario griego-español que le había dado en su primer cumpleaños. Estaba seguro que se trataba de uno de esos personajes fabulosos que tanto lo fascinaron durante su niñez, y que de vez en cuando lo visitaban en sus sueños. ¿Estaría soñando?
Era el Can cerbero. Por alguna razón que no lograba entender, no estaba sorprendido de verlo tomar forma física. Ver ese ser mitológico enorme y soberbio con cuerpo de mástil, tres cabezas y cola de serpiente, estaba lejos de asustarlo. Por el contrario, la majestuosidad y el señorío con que movía cada centímetro de su organismo, le trasmitían un sentimiento de confianza y respeto, a la vez que una sensación de insignificancia y pequeñez. Qué pequeño soy, pensó.
De qué lado de la puerta estaría. Se preguntaba al ver de frente a ese ser que lo miraba con sus seis ojos que parecían cincuenta. Sin sentir miedo, experimentó un memento mori, que lo hizo visualizase en una pintura de Ensor, confrontando la muerte hecha hombre. Aun así no sentía miedo. El Can cerbero solo movía sus cabezas de manera circular sin hacer ningún sonido. Veía cómo los ojos de este ser hermoso se calvaban en él, y lo traspasaban, trasmitiendo por esa vía su mensaje. El dolor en la boca del estómago había vuelto.
No pudo evitar pensar en El Principito. Tal vez sería el mismo ser trasfigurado, y él, aquel piloto en el desierto. Igual de pequeño.
P.D. Les comparto la foto del Can Cerbero
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