Desde que el tema del proceso de paz con la guerrilla de las FARC comenzó a estar en boga nuevamente en Colombia, mi padre y yo hemos tenido no pocas conversaciones sobre este particular. Nuestras discusiones nunca giran alrededor del fin, la paz que todo el país anhela, sino sobre los medios para conseguirla, pues mientras él está de acuerdo con un proceso en el que todas las partes se sienten como iguales a conciliar diferencias, yo tengo dudas de que un gobierno legítimo sea equiparable a una guerrilla ilegal, con poco poder militar y nulo poder político. A pesar de que considero que son grandes nuestras diferencias respecto al método, son aún más grandes nuestras coincidencias respecto a la finalidad, la paz.
Cómo podemos estar mi padre y yo en orillas tan opuestas. Cómo es posible que a pesar de ser padre e hijo y vivir bajo un mismo techo, tengamos visiones tan distintas.
Pues bien, yo nací a principios de los años 80 del siglo pasado. Una década en la que las fuerzas guerrilleras en Colombia pasaban de la ideología a la acción criminal, y en la que nuestro país pasaba de ser un país de cultivadores de hoja de coca, a un país de carteles y capos colombianos que controlaban no solo el cultivo, sino el transporte y la distribución mundial del narcótico. Estos dos fenómenos sociales pronto se convirtieron en uno solo, guerrillas y narcos trabajaban ahora de la mano en el negocio de la droga, y se apoyaban para asestar “golpes” conjuntos al Gobierno, como ocurrió en la toma del palacio de justicia.
Pronto el país conoció los secuestros, las pescas milagrosas, las bombas, voladuras de puentes y torres eléctricas, los asesinatos, las torturas, los niños en la guerra, y una cantidad adicional de atrocidades, que fueron degradando a pasos agigantados la otrora imagen romántica y casi heroica de las guerrillas. El actuar criminal de las guerrillas y los carteles de la droga había tomado una nueva dimensión, al punto que eran ahora considerados terroristas sin fundamento ideológico alguno. Catalogar a las guerrillas colombianas como “terroristas” no es un tema semántico, es un tema de fondo, pues el terrorista no lucha para conseguir una reivindicación social o política, sino que su interés es el de infundir temor a la población a través de un actuar criminal. Los terroristas no tienen nacionalidad, es igual de terrorista el guerrillero que voló el edificio del Club el Nogal que los yihadistas de Al Qaeda que derribaron las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. Con los terroristas el tema es distinto, con los terroristas no se negocia, a los terroristas se les busca y se les elimina. Punto. Como a un tumor maligno.
Ese fue el contexto que ayudó a perfilar y darle finalmente la forma siniestra a la imagen que yo, y todos los de mi generación, tenemos hoy de las guerrillas colombianas.
Mi padre por su parte, nació a finales de la década de los años 40 del siglo pasado, pocos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el mundo intentaba reponerse de los estragos de la guerra y Estados Unidos se consolidaba como el nuevo imperio. Nació el año en que Jorge Eliecer Gaitán, seguro presidente de Colombia, fue asesinado por Juan Roa Sierra, lo cual generó protestas y desórdenes en Bogotá y otras ciudades, dando origen a una cruenta guerra partidista (entre liberales y conservadores) que después se denominaría la época de la Violencia, y que terminaría con el Frente Nacional.
El mundo de mi padre fue distinto. Él vio cómo el mundo se dividía en dos, en capitalistas y comunistas, entre la derecha y la izquierda, cada uno con sus razones, con sus verdades y con sus mentiras. Vivió la Guerra Fría, a los barbudos llegar al poder en Cuba, vio la guerra de Vietnam y los movimientos de amor y paz. Vio también nacer en Colombia movimientos ideológicos de izquierda que pedían reivindicaciones para el pueblo, lo cual sonaba entonces y aun hoy lógico y apenas justo; sin embargo, su forma de llegar al poder no sería a través de los caminos de la legalidad y la democracia, sino de la clandestinidad y las armas. Ellos tendrían sus razones.
Vio en la universidad un mundo distinto al mío. Vio como muchachos de su edad, de diversas estirpes sociales y orígenes, se declaraban indignados con el statu quo. Seguro sintió admiración por ellos, y seguramente también le dieron ganas de luchar con pasión e ideología por un mundo distinto, por un mundo mejor. Claro que también vio a los movimientos guerrilleros colombianos degenerarse y perder el rumbo ideológico, pero su andar le hace convencerse de que algún rezago ideológico y de querer un mundo mejor debe quedar.
En fin, solo entendiendo estos dos trasfondos individuales se puede entender que dos personas, padre e hijo, viviendo bajo un solo techo vean una misma cosa de manera distinta. Mientras para mí ceder en este proceso es perder algo que teníamos, para él es ganar algo que habíamos perdido, o que nunca hemos tenido. Gracias a que todavía quedan personas de la generación de mi padre, es que una paz negociada como la que se está planteando es posible; una generación que todavía vea, así sea de manera difusa, a una guerrilla con algo de ideología y no solamente como meros terroristas. Si no se logra la paz en este intento, dudo mucho que ese mismo escenario se repita en el futuro con una generación, que como la mía, ve en la guerrilla unos locos criminales. Sin ideología, romanticismo ni mística. Ojalá mi padre tenga razón.