2 de enero de 1993
Igual que todos los dos de enero de todos los años de los que tenga conciencia, éste no es la excepción… la misma disyuntiva de todos los principios de año, los mismos propósitos, las mismas promesas, la misma resaca, la misma insoportable pensadera. De nada valió mi intención de cambiarlo todo y comenzar de nuevo del año anterior; por una extraña fuerza superior a mí, volví a encausarme en el mismo arroyo ineluctable de todos los años que me arrastra con su corriente y me vomita siempre en el mismo lugar en el que comencé.
Ayer, 1 de enero a las 11:45 de la mañana, estaba yo todavía con la intención de cambiarlo todo. Todavía con los efectos de la fiesta de fin de año, a la altura de la Carrera Primera con Sociedad Portuaria tuve una revelación, me había buscado y yo la había encontrado, estaba vestida con medias negras, bufanda de cuadros y mini falda azul. Con su pequeña carterita color dorado intentaba infructuosamente parar un bus que la llevara a cualquier lado lejos de allí. De repente volteó y me encontró, como si me conociera de toda la vida se me abalanzó y me dijo “¿tienes fuego?”.
Mientras prendía su cigarrillo cruzamos dos, tres, cuatro, no sé cuantas palabras, y en algún momento de la conversación disparó sin que lo viera venir “y si me invitaras a cenar”. ¿A “cenar”? pero si apenas era mediodía. Esa expresión, junto con un acento que no parecía extranjero pero tampoco local, me hizo sospechar que mi extraña amiga no era de estos parajes. Sin embargo no dije nada. Además, ya conocía yo más de una local radicada en Taganga en busca de marido extranjero que gracias a sus andanzas, hoy en día hablaban fluido el inglés, francés e italiano, algunas tanto que mientras esperaban la venida de su mister azul, se ganaban la vida enseñando idiomas en los colegios cercanos.
Como en aras de cambiarlo todo estaba, y todo se había desarrollado de manera tan fluida, decidí dejarme llevar por el capricho de un destino aburrido, y a su sugerencia de ir a “cenar”, contesté: “A dónde vamos rubia”.
“A donde tú me lleves” replicó.
Así que fuimos caminando hasta mi casa, un pequeño apartamentito cerca de donde estábamos. Mientras caminábamos, entre pregunta y pregunta nos fuimos conociendo, y poco a poco me daba cuenta de que por fin había comenzado a cambiarlo todo; hasta el camino más largo se empieza con un simple paso pensé. Llegamos, y sin nada de vergüenza le dije que no había nada especial que comer. Con una sonrisa ramplona, como tratándome de decir sin decirlo que comía para no morir de hambre, se encogió de hombros y dijo que cualquier cosa estaría perfecto. Entonces, seguro de no decepcionarla con una mala comida, recalenté una sopa, vino tinto, pan y salchichón. Comimos como si fuera todo un manjar.
A la segunda copa me preguntó, sin rubor en sus mejillas y sin mácula en su conciencia, “qué hacemos con la ropa”. Me preguntó que qué hacíamos con la ropa, a mí que tenía horas sin una sola prenda de ropa encima, a mí que no tengo más religión que un cuerpo de mujer, a mí, a mí, a mí, por Dios. Nos olvidamos de todo y al cuello de una nube nos colgamos. Colgados duramos todo el resto de ese día, y yo sentía que mi vida había empezado a cambiar, había logrado llevar a cabo lo que tenia planeando hacía tantos años, increíble pero cierto. Mi año había comenzado como lo había planeado. Había llegado la hora de cumplir mis propósitos trasnochados.
Todo había cambiado, este idilio era inconcebible sin la intervención de alguna fuerza superior a nuestras débiles voluntades. Estaba en mi cama con los ojos abiertos, no podía creer lo que había vivido, todavía no estaba del todo convencido de la buena fortuna que había traído consigo el año 93. Qué gran año será éste.
Decidí no pensar más en eso, mal que bien, había empezado a cambiarlo todo. Sólo tenía que disfrutarlo. Desde el año pasado no dormía, así que, pensado en mi futuro con una sonrisa morada pintada en los labios gracias al vino tinto, quedé profundo.
Era 2 de enero, el sol me había despertado. Me encontré abrazando la ausencia de su cuerpo en mi colchón. No podía creerlo, tenía que ser un juego. Debía haber ido por cigarrillos, o por más vino. Sí, más vino. Me levanté de mi cama sabiendo claramente lo que pasaba, pero quería hacerme el guevón hasta el último momento. Se había ido, sin rastro, aunque no sola, se había llevado consigo mi billetera y mi computador… y claro, mi corazón.
Todo había vuelto a ser como antes, todo cambió y todo volvió a ser como antes. Me dejó con la misma disyuntiva, los mismos propósitos, las mismas promesas, la misma resaca y las mismas ganas, de todos los principios de año, de cambiarlo todo.
P.D. Este breve cuento está inspirado y basado en la canción Medias Negras del gran artista español Joaquín Sabina.
“Estas vísperas son las de después” J.S.