Ayer fue un día extraño, o tal vez el extraño era yo.
Desde que abrí el ojo a primera hora de la mañana, tuve la sospecha de que sería uno de esos días extraños. Si no hubiera sido porque me estaba despertando, no hubiera sido capaz de decir con exactitud si era la hora del alba o la hora del ocaso. El trasfondo de la ciudad que se asomaba por mi ventana tenía un color pálido entre blanco, negro y azul que no daba pista alguna de la hora que era, y el rocío sedoso imperceptible pero pesado tampoco colaboraba. Tuve la sensación de que ese día ni el sol ni la luna trabajarían en aras de la humanidad, tan insignificante para ellos.
A pesar de que el sol había decidido no trabajar, yo sí tenía que levantarme e ir a la universidad. No soy tan afortunado como los astros. El color del día había permanecido igual hora tras hora, e incluso los gallos no habían parado de cacarear. El rocío también permanecía intacto, imperceptible, pero tal vez más pesado a medida que las horas pasaban. Las clases y los profesores se sucedían unos a otros. Afuera del salón de clases me sentía viviendo en una fotografía, estática, y adentro, mi vida era lo más parecido a una película con una única escena que se repetía y se repetía.
Después de estar metido casi todo el día en un salón de clases, pensé que me caería bien pasar por un café y tomarme algo antes de ir a mi casa. Era el mismo día que había sido a las 6 de la mañana, ni más claro ni más oscuro, el sol y la luna seguían ausentes. No recordaba si en el camino entre la universidad y mi casa había algún café en el cual podría sentarme un rato a esperar a que el día finalmente se diera por vencido y cediera su paso ante la oscuridad de la noche. Por lo menos así tendría la certeza de que no me encontraba viviendo en un mundo en el que alguien hubiera olvidado girar la perilla del tiempo.
Luego de unos minutos de estar caminando, vi un local que parecía ser un café, o eso creía yo. Era un local común y corriente frente a una avenida principal en la que no pasaban carros, a pesar de que era, supuestamente, hora pico. Llamó mi atención que, el local, visto desde afuera parecía estar en una hora distinta a la que era afuera, pues tenía todas las luces encendidas a pesar de que no era de noche… ni de día. El pesado y denso rocío seguía ambientando la escena, era insoportable.
No dudé más y entré. Ya adentro, noté que la decoración era simple y anacrónica, el local estaba cubierto con pósteres de distintas épocas y de distintos colores; algunos me eran conocidos, otros no. Los espacios de pared que no estaban cubiertos se veían desgastados, aunque de forma deliberada pues hacían juego con el resto de la decoración del lugar. El espacio era cuadrado; a lo largo de las paredes y ventanas del lugar había una tabla de madera a la altura del pecho que hacía las veces de mesa, sobre la cual los asistentes apoyaban sus vasos, platos, abrigos, sombreros, o simplemente la usaban para apoyarse mientras hablaban en pequeños grupos. Todos tenían en su mano una copa con lo que parecía ser champán, aunque no estaba seguro.
El ambiente era fraternal. Si bien daba la impresión de que muchos de los asistentes se habían conocido apenas unas horas antes, parecían una cofradía adherida por el cariño que se siente por los amigos con quienes se ha bebido toda una vida. Yo me sentía como un fantasma en el sueño de otra persona. No tenía idea cómo había logrado entrar allí, tal vez alguien había dejado alguna puerta mal cerrada. Era consciente de que no debía estar en ese lugar, sin embargo, no quería llamar la atención ya que no estaba seguro de cuáles serían las consecuencias de mi impertinencia. Preferí no tomar nada y simplemente procedí a sentarme en un sillón de cuero verde oliva oscuro en una de las esquinas del lugar, en el que nadie parecía estar interesado.
Sentía que el tiempo corría más rápido que de costumbre, y mientras tanto yo seguía sentado en el sofá verde oliva. Era una posición privilegiada ahora que lo pienso, pues podía ver todo lo que pasaba en el lugar, mientras que nadie miraba mi esquina. Allí sentado vi debates, vi peleas, vi lo que parecía ser el amanecer de un amor, también vi cómo algunas parejas discutían entre ellas con gestos de una última pelea, vi a los cófrades tomar, comer, perder, ganar. Todo parecía pasar en esas cuatro paredes.
En la esquina contraria a la que yo estaba, justo frente a mí, había dos sillones iguales al mío, en los que estaban sentadas dos personas, un hombre en el de la derecha y una mujer en el de la izquierda. No me había percatado de su presencia, pues era casi imposible verlos a través de todas las personas que estaban en la mitad. Sin embargo, presentía que ellos sí habían notado que yo estaba allí, en su espacio, sobrando. El hombre me miraba fijamente sin siquiera pestañear, tenía la cara sobria aunque sus ojos se notaban un poco cansados. Pasaron unos minutos, o algunas horas, y el seguía imperturbable. La mujer se había cambiado de sillón; ahora estaba sentada sobre las piernas de su pareja, y su boca besaba su cuello.
Embebida, como en éxtasis, empezó a devorar a su pareja, como la madre que devora a su cría enferma porque sabe de antemano que su enfermedad le traerá padecimientos mayores. Él, igual de digno y con la mirada puesta sobre mí, no se movía mientras su pareja acababa con su existencia a mordiscos. Parecía ser consciente de que se trataba de un mal necesario. La escena no era vulgar o asquerosa, ella consumía a su pareja de una forma respetuosa y elegante, pero incisiva y constante. Sólo descansaba unos segundos para limpiarse los labios con un pañuelo de seda morado que tenía en su mano derecha. Los asistentes veían la escena sin intervenir, ellos también parecían estar conscientes de que era lo que debía suceder. A medida que ella avanzaba en su empresa, los asistentes fueron terminando sus bebidas y empezaban a alistarse para salir del lugar, como si los anfitriones de la fiesta hubieran decidido irse a dormir, y era hora de que los invitados se marcharan.
Poco antes de que terminara aquel ritual, del que por error había sido testigo, decidí salir tan rápido como pude del local. No quería saber qué pasaría después. Afuera, la oscuridad de la noche había caído más negra que de costumbre, y los carros en la avenida principal atormentaban mi existencia con sus luces y sus bocinas. No había una estrella en el firmamento.
Me fui caminando para mi casa pensando que había sido un día extraño, o tal vez el extraño era yo.