No importaba que estuviera en vacaciones; ese día, como todos, Celestén había despertado faltando cinco minutos para las cinco de la mañana. Luego de dedicarle los cinco minutos restantes a desperezarse, se dispuso, muy tieso y muy majo, a iniciar su impajaritable rutina matutina que parecía más una coreografía. El primer acto consistía en calentar el agua para el café que desde que tenia uso de razón tomaba cerrero y sin colar, y que constituía el único legado más o menos palpable de su abuela materna, al acto del agua le seguía la danza del baño, de la ropa, y la de la lectura del periódico… su vida era la coreografía de una vida que soñaba tener.
Como jamás tenía tiempo para nada, sus vacaciones consistían básicamente en viajar a un destino alejado de su realidad y ponerse al día con la lectura de todos los libros que por trabajo había dejado de leer durante todo el año. Con este, ya era el quinto año consecutivo que iba de vacaciones a ese pequeño y tranquilo hotel que le había recomendado un extraño que se había sentado en un asiento contiguo al suyo en un viaje de negocios. El edificio de tipo colonial donde funcionada el pequeño hotelito situado a las afueras de cualquier ciudad de la Costa, y que había sido el hospital general del pueblo durante años, estaba estratégicamente ubicado entre el mar y la desembocadura del río Calmo. La creencia popular era que los hospitales debían estar cerca del mar o de algún río, pues las enfermedades debían tener para dónde ir luego de salir del cuerpo de los enfermos, para el mar o para el río. Qué afortunadas eran las enfermedades antes, ¿no?
Celestén siempre se sentaba en la misma silla de madera con espaldar de tela de arabescos rojos y verdes cada vez más desteñida por el sol, situada bajo la palmera de la que habían dejado de brotar cocos hacía mucho tiempo, lo que le ofrecía el ambiente perfecto para el disfrute de una exquisita soledad acompañado del sol y ambientada por el golpeteo de las olas. Esa era su situación antes del repentino ataque de amabilidad de una precoz encuestadora.
-“Hola, Soy Paula, ¿cómo te llamas?”
Solo después de tener la sensación de estar siendo observado por alguien, supo que había sido abordado por alguna entidad distinta de su pensamiento, y que la pregunta que en medio de su lectura había creído escuchar, lo tenía a él como destinatario. De no haber sentido el peso de una mirada sobre sí, hubiera ignorado aquel impertinente llamado que lo había sacado del estado de concentración en que se encontraba, y que le impedía continuar siendo testigo silente del amor contrariado entre Armando, un caballero germano y la linda Marta, doncella de ojos azules.
Al mirar por encima de sus anteojos de lectura a la autora de tan horrenda ignominia se encontró que la misma, no obstante ser sorprendida en flagrancia, no podía ser declarada culpable por tratarse de una menor de edad. Quedaría por ende exenta de purgar una condena bastante merecida. Debido al sopor que le producía el leer en otro idioma, no sabía con seguridad si lo que había pensado respecto a la pena lo había dicho en voz alta o habría sido una sugerencia personal. Lo que hubiese sido, no había sido ignorado por la joven a juzgar por la mueca en que se había transformado su rostro.
Al ver la determinación con que la joven lo miraba supo que no podría escaparse de responder la pregunta y pensó que lo mejor sería responderle con tono ramplón.
– Me llamo Celestén… dijo a secas.
Debido al encandilante reflejo del sol a espaldas de su nueva amiga, que le hacía fruncir el ceño, le resultaba imposible ver con claridad su cara. Su nueva amiga no parecía dispuesta aceptar respuestas monosílabas.
- Celestén qué? Por qué ese nombre tan feo?, No te gustaría cambiártelo?
La ráfaga de preguntas produjo en él una leve sonrisa que no había planeado; ante tanta insistencia resolvió darse por vencido y entregar las armas antes de empezar a pelear contra la vivaz curiosidad juvenil, siempre dispuesta a ensañarse con su presa hasta el último mordisco. Un poco frustrado y bastante derrotado cerró el libro que había planeado acabar ese día, se despojó de sus gafas de ver y se acomodó en su silla para brindarle a su cándida amiga toda su perturbada atención.
Antes de internarse en la inextricable selva en la que generalmente se torna una conversación con un menor, y viendo ahora con claridad el rostro de su vivaz amiga, tuvo la extraña sensación de estar siendo analizado por una persona distinta a la que tenía en frente, era como si alguien que conocía se hubiera disfrazado de niña para jugarle una extraña broma.
Aunque era una sensación extraña, tal vez por no haberla sentido antes, no era del todo desagradable. La presencia de la párvula le producía una sensación que todavía no se atrevía a llamar pasión. Cayendo en la cuenta de que todavía no había dado respuesta a las preguntas de la joven y con el ceño todavía fruncido esta vez no por el sol, sino para dar la impresión de estar molesto, respondió a su interlocutora con una respuesta:
- Acaso no son los nombres reflejo de nuestra personalidad?
- Tu personalidad es un poco rara entonces… disparó la niña.
El mordaz humor de la joven produjo en Celestén una nueva risa, esta vez de camaradería.
La tarde pasó entre risas, le impresionó que para su corta edad y para las trivialidades en que gastaba su tiempo, la niña reflexionara de cosas tan profundas. Mientras su nueva amiga hablaba, él se embelesaba descubriendo en ella movimientos involuntarios de su cara que hacían que le fuera imposible dejar de mirarla.
-Son las cinco de la tarde. Interrumpió él.
– Cómo es supiste si no tienes reloj y el más cercano está en el vestíbulo del hotel, repuso ella mirando instintivamente la desnuda muñeca de su mano izquierda.
Se encogió de hombros y sonrió. No quiso decirle a su joven amiga que lo que le había servido para adivinar la hora era el olor dulzón de los heliotropos amarillos que soltaban su hipnotizante aroma a las cinco en punto, justo antes de la puesta del sol. Ese secreto era para Celestén uno de los tesoros mejor guardados y quería seguir siendo él su único y exclusivo guardián.
Al darse cuenta la niña que la tarde se había pasado y que su permiso para estar afuera de la habitación ya casi expiraba, como cenicienta antes de las doce, salió volada para donde su madre que con toda seguridad ya debía estar buscándola. Con el ambiente todavía impregnado del olor de los heliotropos, Celestén, nostálgico por la repentina huida de su amiga, resolvió tomar el libro, sus gafas de leer, su mochila y encaminarse a la habitación.
Para llegar a su habitación debía atravesar prácticamente todo el hotel, la puesta del sol había pintado de naranja todo el panorama, Celestén no sabía a ciencia cierta si era la belleza del astro lo que le causaba alegría, pero durante el camino a su aposento no había dejado de sonreír.
Tirado en la cama se sintió rejuvenecido, se sintió por un momento el hombre más feliz del mundo y lo mejor era que no sabía el porqué, decidió no pensar en la causa por miedo a que una vez descubierta perdiera la satisfacción que le daba lo desconocido. El paroxismo vivido lo llevó a recordar todos lo momentos felices que había vivido, con los ojos cerrados fue poseído por las diferentes sensaciones que le habían producido aquellos buenos momentos. Al volver en sí, pudo percatarse que su trance metafísico estuvo acompañado de un acto bastante primario y extremadamente físico. No podía creer que ese día, luego de mucho tiempo, había vuelto a masturbarse, se le había olvidado la sensación que otrora le producía tanto placer.
La satisfacción que le producía esa felicidad sin causa había sido reemplazada por sentimiento de culpa. No entendía cómo podía pasar del placer a la desdicha en unos minutos; de repente pensó que toda su felicidad, todo el placer que sentía y por supuesto toda la culpa tenían una misma causa: Paula. De repente su mente se había vuelto un campo donde medían fuerza los recuerdos de ella y los esfuerzos por no recordarla, no entendía por que pensaba en ella.
Envejecido por lo menos diez años, se levantó de la cama directo al baño para lavarse con agua caliente esos malos pensamientos que le carcomían por dentro. Encogido en el suelo de la ducha con el chorro de agua salada pegándole en el pecho se quedó dormido. Faltando cinco minutos para las cinco de la mañana, la sensación de ahogo que produce el agua en la cara lo despertó, se levantó con resaca y con el pensamiento bastante nublado, no recordaba con claridad lo que había sucedido la noche anterior.
Una vez se hubo reestablecido se sentó por cinco minutos en la punta de la cama, se levantó, calentó el agua para el tinto, se bañó, se cambió, leyó su periódico y emprendió camino a la silla bajo el cocotero dispuesto a terminar de una vez por todas el libro que estaba leyendo hacía un par de días.
Todavía con el pensamiento nublado y esforzándose por recordar lo que había sucedido la noche anterior, tomó asiento en su fiel silla de madera y tela. Justamente cuando se disponía a reanudar su lectura, sin proponérselo oyó detrás de él una voz tierna que decía:
-“Hola! soy Paula, tú cómo te llamas”…
De repente todo se le hizo claro, recordó todo, y sin pensarlo volteó aparatosamente buscando a la niña, sólo que esta vez la pegunta no le tenía a él como destinatario.