Puro Cuento

Café Revelado

Resulta apenas creíble que uno pueda experimentar revelaciones místicas a través de una taza de café.  Aclaro, no me refiero al tipo de revelaciones que los comerciales de marcas de café instantáneo sugieren, los cuales invitan a sus espectadores a sumergirse en un universo de sensaciones más terrenales y carnales que metafísicas. Al tipo de revelaciones a las que hago referencia son más simples, pero más reales. Como explicaré a continuación, y tal como me sucedió a mí, una simple taza de café puede revelar cosas tan impredecibles, como el motivo de esa amargura siempre presente en nuestra personalidad.

El café de la mañana se ha vuelto, tal vez gracias a esos comerciales sugestivos de las marcas de café instantáneo que se han logrado incrustar en nuestra psique, un mal necesario para poder iniciar la jornada diaria en condiciones de mediana consciencia. Igual que sucede con el gusto por el arte, y en general con el gusto por cualquier cosa, cada persona le gusta tomarse el café de distinta forma; hay personas que prefieren el café negro, otros aguado, otros con leche, otros con ron, y otros descafeinados. Lo cierto es que el café bueno es el que a uno le guste. Punto. Así sea instantáneo.

Es tal el gusto que uno logra desarrollar por el café que a uno le gusta, que cualquier otro que sepa distinto, por bueno que sea, no resulta tan bueno. No debe darnos pena decir que el Sello Rojo de la casa sabe mejor que el de Starbucks, frescos… saque ese atorado y sea feliz. No nos dejemos persuadir por esos individuos “cool” que quieren estar de manera permanente tratando de decirle a uno que el café debe tomarse de esta o de aquella otra manera. Cada quien disfruta su café como quiera.

A mí por ejemplo me gusta el café que se prepara en mi casa. Me sabe bien, me sabe rico, me gusta el aroma, el sabor, me dan ganas de repetir, es rico, sabroso, me provee felicidad. Debo confesar que con el tiempo he ido desarrollando una especie de gusto por el café que se prepara en mi trabajo. Es aguado, ligero, desabrido, multicolor, de aroma escaso, lo preparan en una máquina que le deja un extraño sabor al papel que le sirve de filtro … en fin. Reúne todas las características para ser un café despreciable, pero debo confesar que tiene su gracia. Igual que la gordita buena gente y bailadora del curso. Tiene su gracia. Esos dos son los cafés que, además de energías, me dan algún grado de felicidad en las mañanas.

Quiero volver al tema de las revelaciones que pueden surgir del café. Como decía, no me refiero a ese tipo de revelaciones como las que experimentan las clarividentes que tienen la facultad de leer el futuro a través de los residuos que quedan en el fondo de una taza de café sin colar. La revelación que yo experimenté fue la explicación del motivo de mi amargura. Esta mañana, de sábado, tuve que asistir –en contra de mi voluntad por supuesto- a una reunión con personas que realmente no tenían nada más que hacer, sino amargarme la vida. En razón a ello, tuve que salir de mi casa sin tomarme siquiera un sorbo de ese café hogareño que tanta felicidad mi provee. Por alguna razón no podía dejar de pensar en que no pude tomarme mi acostumbrada taza de café. Esta idea –en principio tonta y pretenciosa- no dejaba de dar vueltas en mi cabeza. Mientras bajaba en el ascensor pensaba en el café, mientras manejaba pensaba en el café, mientras paqueaba, mientras llegaba a la reunión, y mientras le veía la cara a esos personajes también… el caso es que experimenté un breve episodio de esquizofrenia. Es probable que los mensajes subliminales de los comerciales de café instantáneo estuvieran surtiendo su efecto.

Ya en la reunión, deambulaba en esos caminos mentales que en ocasiones conducen a calles sin salida, cuando noté que venía una señora muy bien vestida y llevando con cadencioso garbo una bandeja repleta de pocillos con café. Si bien es cierto no cualquier café me genera la misma sensación de satisfacción que me genera el de mi casa, el delirum tremens en el que me encontraba me hizo elucubrar el siguiente raciocinio en apariencia irrefutable: si había sido yo capaz de desarrollar una especie de gusto por el café que preparan en mi trabajo, era posible encontrar alguna propiedad positiva en cualquier café que se me atravesase. Ante la imposibilidad de encontrar algún argumento que le hiciera contrapeso a la anterior resolución, me dispuse a pegarle el primer sorbo al café que de muy buena gana me había servido la señora. Valga la pena añadir que el aroma y aspecto del café que tenía ante mis ojos sugería que el mismo era mejor que el café de mi trabajo.

Alto, me dije. Un momento. Por qué razón tenía que resignarme yo a tomarme un café distinto a aquel que yo quería saborear; ese que, de manera impajaritable, me habría de suministrar la dosis exacta de felicidad que mi cuerpo, mi mente y mi gana quería. Era cierto que el café que tenía en mis narices no era despreciable, pero no era el mío. No era el que me gusta, el de todas las mañanas, el que me satisface, el que me dan ganas de repetir, el que yo considero “bueno”, muy a pesar de la opinión de mis amigos conocedores de café.

Ya había cedido mucho yo el día de hoy con ir a verle la cara un sábado a quien no quería vérsela, como para ir a ceder ahora en relación con el café que quería tomarme. No quería sentir la sensación de felicidad que puede proveerme un café extraño servido por una dulce señora cuyos pensamientos desconozco, y quien seguramente –como yo- tampoco quería estar allí hoy sábado. Lo que yo quería era suministrarme esa perfecta dosis de felicidad atrapada en los contornos de los pocillos de mi casa, cuyas paredes son inundadas por el café –también- de mi casa, y cuyas profundidades me son familiares. Esas profundidades que ya he navegado y que me dan una sensación de libertad y felicidad infinita, que aveces me invitan a ahogarme en ellas.

La revelación estaba allí. El motivo de mi amargura, que ya había tomado contornos de demencia, era mi escasa disposición a ceder en lo fundamental, en lo que me provee felicidad. Es entonces –pensé- la ausencia de felicidad, o la dificultad para conseguirla, lo que da vida a la amargura, no es amargura per sé la que me acompaña, como mi madre decía, es amargura con razón. No era yo un rebelde sin causa, era la falta de causa lo que me volvía rebelde. Que grande agitación. Tremenda revelación y yo con el café ajeno en la mano. Parecía un episodio de un comercial de café instantáneo… pero no lo era. Era una revelación y era real.

La apoteosis de haber descubierto el motivo de la permanente compañía de mi amargura me generó satisfacción, una felicidad que fue ocupando de manera vertiginosa todos los espacios que antes ocupaba esa amargura con causa, la cual había sido desencadenada esta mañana por el hecho de no haber podido tomarme el café de mi casa. Mi cuerpo, mi mente y mi voluntad eran gobernadas ya por una felicidad inefable que me tenía al borde de la euforia. Era una felicidad superior a la felicidad que sentía todas las mañana luego de que todas las células de mi cuerpo recibían esa dosis exacta de cafeína que el café de mi casa me sabe prodigar.

Con esa felicidad que no me cabía en la ropa, y seguía yo allí, inmóvil en la misma reunión con la misma gente que no quería ver ni escuchar… y no hacía nada. Con una disposición similar que a la que genera la adrenalina, me disponía yo a abandonar el recinto con la única intención de continuar siendo feliz luego de mi revelación, cuando al pararme de la silla caí en la cuenta de que el pocillo que tenía en mi mano, que antes rebosaba de café, de ese café extraño, ya no albergaba líquido alguno.

Durante mis divagaciones me había tomado el café sin siquiera notarlo.

Había sido la cafeína de ese café ajeno, y no la del café de mi casa, la que me había generado esa sensación de éxtasis que se había apoderado de mí, no la falsa creencia de haber encontrado la verdad revelada. Allí supe que esa revelación, esa creencia de haber encontrado el camino hacia la felicidad era falsa, se trataba del mero efecto de la cafeína.

Estaba devastado. De no haber tenido tanta felicidad en el cuerpo, habría sucumbido con seguridad absoluta. Solo pude acomodarme en la silla, y quedar inmóvil el resto de la reunión, esperando que me abandonara poco a poco el efecto de la cafeína, y con él, el sentimiento de felicidad que había invadido mi existencia por poquísimos minutos.

P.D. Antes de partir del lugar quise indagar por la marca de café que me había tomado, tal vez pensando en que pudiera serme útil en el futuro ante un probable síndrome de abstinencia similar al que había experimentando hoy. Me acerqué lenta y disimuladamente hacia la señora que me había servido el café buscando saciar esa duda agria, de la misma manera como se acercan los gatos callejeros a los desprevenidos transeúntes que se aventuran a acariciarlos. La señora, consciente del efecto que su café había tenido en mí, me esperaba en su lugar con la sonrisa del deber cumplido. Intenté sin éxito iniciar la pregunta del millón en varias ocasiones. Segundos después, decidí dar vuelta y emprender mi camino.

No pude al final preguntarle a la señora qué tipo de café me había servido. En el fondo no quería enterarme que el café que me había tomado, y que me había guiado con exquisito éxito hacia revelaciones extraordinarias, se trataba de un café instantáneo… como el de los comerciales.

Escribo esto con la misma intención con la que se cuentan los malos sueños, para que nunca jamás ocurran… o vuelva a ocurrir en mi caso.

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El día aquél

Creí que no volvería jamás sobre mis pasos, que nunca más pasaría por esas calles tan estáticas, tan ajenas, tan mías, tan llenas de recuerdos que al volver a recorrerlas siento que me miran como si fueran conscientes de todo lo que pasa sobre ellas. “Nunca más”, no puedo evitar recordar el cuervo del poema de Poe cada vez que repito esas dos palabras, nunca más; sí, creí que nunca más pasaría por esas moles de concreto cargadas de recuerdos.

Al hacerlo, al recorrer estos callejones lentamente, siento cómo vuelven a mí todos los recuerdos que hoy hacen parte de mi pasado. Por supuesto, también recuerdo El día aquél, ese día que durante mucho tiempo intenté infructuosamente olvidar, y que es el verdadero motivo por el cual he vuelto nuevamente a estas calles estrechas y mustias.

Jueves…sí, definitivamente hoy es jueves, como El día aquél. Y como El día aquél, la capital está cubierta con su permanente manta de nubes grises cargadas de agua, que se yerguen amenazantes sobre la ciudad. Son las 11:00 AM, y el cielo nublado refleja una realidad distinta, la poca luz que logra atravesar las nubes grises es tan tenue que parece que fuera el final de la tarde, las viejas edificaciones del centro de la ciudad, aunque sin sombra por la escasa iluminación, adquieren un color más intenso.

Mientras camino parsimoniosamente por el callejón estrecho y oscuro rodeado de edificios coloniales, tengo la sensación de estar viviendo algo ya vivido, estoy experimentando eso que los franceses llaman un “déjà vu”. A diferencia de un déjà vu normal, en esta ocasión sé perfectamente cuándo ocurrió esto que creo estar viviendo nuevamente. Fue El día aquél, sólo que en aquella ocasión venía caminando del lado contrario. De repente siento que el frío decembrino se incrusta en mis manos, cierro mis dos puños dentro de los bolsillos del abrigo negro de siempre, e instintivamente subo la mirada y me veo venir.

Sí, soy yo, sólo que unos años más joven, soy el mismo que el del El día aquél. Al mirarnos, yo el de ahora, y yo el de antes, quedamos petrificados sin saber qué estaba pasando, me mira mientras me saco las manos del bolsillo del abrigo, y veo cómo sus facciones, mis facciones, cambian. El día aquél es hoy, sólo que en aquella ocasión yo era el impávido y el otro yo, el del futuro si cabe esta descripción, era quien actuaba con naturalidad.

Como aquella vez, yo y mi otro yo seguimos caminando hasta que nos hallamos uno frente al otro sin decirnos nada escrutándonos en silencio, nos reconocemos mutuamente, el destino nuevamente se mofa de mí, de nosotros. Como El día aquél, yo tomo la palabra y me digo a mí, al más joven, que no tiene de qué preocuparse, que esto ya había pasado antes y seguramente volvería a pasar, era como despertar de un sueño en el que soñaba que estaba despertando de un sueño en el que soñaba que estaba despertando de un sueño, y así sucesivamente.

Como me sucedió a mí, yo, el de ahora, comencé a explicarle al de antes qué estaba pasando, le repito que no hay de qué preocuparse, y que ya puede dejar de tener las dudas que sé que tiene sobre su futuro, le digo cuál es el camino que debe escoger y qué cosas debe evitar, decido darle todas las herramientas para ser feliz. La conversación duró alrededor de una hora, eran las 12:15 PM y el manto de nubes había mermado un poco, los rayos del sol desesperados tratan de filtrarse por las nubes ahora mermadas. Termino la conversación con una palmada en la espalda que fue mía hace unos años y sigo caminando contento, con la satisfacción del deber cumplido. Sigo caminando y de repente recuerdo cómo me había sentido yo El día aquél, la confusión, la soledad, el sentimiento de saber que todo hace parte de un libreto prefabricado. Cuando quise volver a decirme a mí mismo, al yo de antes, que olvidara lo dicho y que viviera como quisiese su vida mi vida, ya era muy tarde, El día aquél había terminado, y me hallé viviendo nuevamente el día de hoy.