Mientras trabajaba tranquilamente el día de hoy, como otro jueves cualquiera, recibí un correo electrónico que anunciaba el acaecimiento de un terremoto en la ciudad. Me llamó la atención la capacidad predictiva del remitente, pues de los desastres naturales tal vez el menos predecible es el terremoto. Noté que el remitente del correo había incluido como destinatarios a una cantidad importante de personas, quienes muy seguramente se encontraban, como yo, trabajando tranquilamente un jueves cualquiera.
Me llamó la atención, además, el hecho de que el correo incluía la hora exacta en que habría de ocurrir la sacudida, 11:00 AM. Aunque de golpe no le di mayor importancia al mensaje, preferí leerlo completo; debo confesar que de un tiempo acá he despertado un sospechoso interés en los anuncios proféticos, en particular aquellos que vaticinan el fin del mundo. En fin, ahí estaba yo un jueves cualquiera leyendo el augurio sobre la ocurrencia de un temblor en la ciudad.
Interesado en el correo, lo leí completo. Al terminar de leerlo, entendí que aquel pronóstico que se presentaba en principio como inexorable, se trataba realmente de un simple anuncio de un simulacro de terremoto, el cual buscaba evaluar el nivel de preparación de los habitantes de la ciudad ante una situación de emergencia, de las que nadie se salva. Pese a lo anterior, no pude dejar de pensar en la ficticia invasión alienígena de Orson Welles que el 30 de octubre de 1938 mantuvo en pánico a los habitantes de Nueva York.
La idea de estar en la mitad de un gran terremoto me hizo visualizar en diversos escenarios, todos trágicos, lejos del espacio físico en el que realmente me encontraba ese jueves cualquiera. Mientras mi imaginación me revolcaba en olas asesinas, me tostaba en incendios implacables, me hacía volar en el ojo de un huracán mitológico, una estridente alarma me jaló a la realidad. Ese sonido indicaba que el simulacro había empezado. La profecía se estaba cumpliendo.
Todos nos levantamos de nuestros puestos, apagamos los computadores, cogimos nuestros abrigos y empezamos a salir parsimoniosamente de las respectivas oficinas. Cuando estábamos a punto de echar llave a la puerta principal, una de las compañeras gritó que no la cerraran. Debe ser que las recomendaciones obligan a no cerrar las puertas con seguro en situaciones de emergencia, pensé.
¡No! – dijo- se nos está olvidando apagar la greca del café y apagar todas las luces.
Mientras bajaba las escaleras del edificio, oí a una señora diciéndole a otra con voz trémula que desde que supo que el jueves habría un simulacro de terremoto había tenido el presentimiento de que algo malo pasaría. Enseguida se me vino a la mente, como señal de un mal presagio, uno de los cuentos peregrinos de García Márquez que cuenta la historia de un pueblo que resulta devastado por un incendio provocado por el descuido de sus habitantes, quienes el mal presentimiento de una vieja del pueblo los hizo entrar en pánico.
Al parecer el mal presagio es amigo de la mala hora, pues la señora no había terminado de contarle a su amiga su extraño presentimiento cuando resbaló por las escaleras golpeándose repetidas veces la cabeza con los escalones que le hacían falta para llegar al primer piso. El estrecho espacio de las escaleras se hacía más angosto a medida que ríos de personas bajaban impotentes, sin poder ayudar a la señora, mientras eran arroyadas por la corriente humana. Las personas sólo alcanzaban a ver la cara inconsciente de la señora, con su cabeza maltrecha y bañada de sangre. Su amiga, todavía en shock por la fatídica coincidencia, hiperventilaba mientras trataba de revivir a su compañera a punta de golpes incoherentes en el pecho.
Cuando pensé que el panorama no podía ser más caótico de lo que era, un pelirrojo que trabaja en el quinto piso bajaba las escaleras afanosamente tropezando a todo aquel que interrumpiera su paso. El bermejo iba gritando y sudando como si estuviera sufriendo de un delirium tremens. Algo me impedía moverme, estaba como clavado al piso. Sin embargo, de un momento a otro tuve la sensación de estar levitando en una dimensión distinta a la de los demás, a quienes podía ver pero no escuchar.
De repente sentí cómo de un golpe volví a la realidad. Estela, mi compañera de escritorio me sacudía gentilmente para sacarme del ensimismamiento en el que me encontraba. Con su voz ronca pero austera me decía que saliera rápido que el simulacro había comenzado, todos estaban en la puerta y ella se había devuelto para apagar la greca del café y asegurarse de que todas las luces estuvieran apagadas.
Había comenzado el simulacro un jueves cualquiera.